Era una importante cena. Recuerdo que la anfitriona estaba estresada. Faltaba uno de los camareros y, realmente, la situación empezaba a ser caótica. Ya habían avisado a un sustituto, pero tardaría en llegar demasiado. Para mí, ella era muy importante, así que, al ver aquel desaguisado decidí ayudarle.
Había dos grandes mesas. La vecina era la que apenas tenía servicio. Tomé, entre mis manos, las botellas de agua. Fui rellenando las copas de los comensales que en ella se hallaban sentados. Lo mismo hice con el vino y con parte del primer plato.
Cuando ya vi que todo estaba más calmado, pensé que era ya el momento de sentarme y disfrutar yo de la cena. Al llegar a mi mesa, no había ningún asiento vacío. Quedé perplejo, como se suele decir: alucinado. ¡Ah! Sí, sí que había un sitio. Y, sin embargo, lo que no tenía era ni cubiertos, ni copas, ni platos. Los habían retirado. Nadie había dicho nada, nadie sabía, ni se había percatado, de que ese era mi sitio, ese en el que bien a gusto me habría sentado.
Miré al vacío con la tristeza de saber que no era la primera vez que me pasaba algo parecido. Las personas de alrededor se me quedaron mirando. Tampoco decían nada. Quedaron inmóviles mientras yo me levantaba, buscaba a un camarero y le pedía, por favor, que adecuase mi asiento para disfrutar de aquel evento que, para mí, se había visto ya un poco truncado.
Había dos grandes mesas. La vecina era la que apenas tenía servicio. Tomé, entre mis manos, las botellas de agua. Fui rellenando las copas de los comensales que en ella se hallaban sentados. Lo mismo hice con el vino y con parte del primer plato.
Cuando ya vi que todo estaba más calmado, pensé que era ya el momento de sentarme y disfrutar yo de la cena. Al llegar a mi mesa, no había ningún asiento vacío. Quedé perplejo, como se suele decir: alucinado. ¡Ah! Sí, sí que había un sitio. Y, sin embargo, lo que no tenía era ni cubiertos, ni copas, ni platos. Los habían retirado. Nadie había dicho nada, nadie sabía, ni se había percatado, de que ese era mi sitio, ese en el que bien a gusto me habría sentado.
Miré al vacío con la tristeza de saber que no era la primera vez que me pasaba algo parecido. Las personas de alrededor se me quedaron mirando. Tampoco decían nada. Quedaron inmóviles mientras yo me levantaba, buscaba a un camarero y le pedía, por favor, que adecuase mi asiento para disfrutar de aquel evento que, para mí, se había visto ya un poco truncado.
2 comentarios:
jo :( qué mala pata
en mi clase me atrincheran con abrigos y mochilas, me dejan sola en una esquina y parezco un perchero humano...
y luego encima me piden mis apuntes, qué mala es la gente a veces!! menos mal que tenemos buen humor, ¿a qué sí?
besitos!
Pues sí, quillita, menos mal que el humor aún nos queda... jajaja. Sin él, estaríamos perdidos/as.
Besicos
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