Agosto, día 13:
La llegada a Lisboa fue terrible. Nuestra calle no aparecía en ningún plano, la Oficina de Turismo estaba cerrada y el calor se veía acentuado por el peso de nuestras mochilas. Menos mal que, preguntando, se llega a todos los lados, así que no tardamos en legar a nuestro destino.
Hay una extraña costumbre entre la gente de Portugal que me parece realmente curiosa. Cuando preguntas por algún sitio, tal y como te lo indican, parece que va a estar en el quinto pino, por allá bien lejos... de manera que todo parece estar mucho más lejos:
- "Siempre de frente, siempre de frente..." Aunque apenas sean veinte metros.
Lo bueno es que, cuando pillas el tranquillo, no desespera tanto el legar a los lugares que buscas.
Vista desde la Praça do comércio. Miles de peces se amontonan en el muro y escuálidos perros se acercan a las orillas del río en busca de comida.
Agosto, día 14:
Es el día destinado a la Alfama.
Nos dejamos llevar y recorremos las calles de ese barrio que parece anclado en el pasado. Cuesta arriba, cuesta abajo, nos perdemos por sus bonitos rincones y disfrutamos de sus quiebros, de sus colores, de la tranquilidad que ofrece. Subimos, bajamos, y volvemos a subir. LLegamos al mirador y, allá, nos encontramos a Manu. Los tranvías pasan atestados de turistas que, como sardinas, miran con una mezcla de fascinación, por lo que divisan, y de deseo, por bajar y poder estirar sus cuerpos y sentir de nuevo su espacio vital. Sin duda, es hora de volver a nuestras callecitas.
Después de la comida, dirigimos nuestros pasos hacia el Castelo de São Jorge, sito en un barrio muy bonito pero abarrotado de gente. El agobio de ver tanta gente, el precio y la extensa fila, serán suficientes para decidir que marchamos hacia otros lugares. Lugares recorridos por callejuelas, por lavanderías que ya están cerradas, por interminables cuestas, por plazas verdes y extensos jardines, por exageradas indicaciones para llegar a nuestros destinos. Terminamos el día agotados. Había sido un día duro para nuestros pies y nuestras piernas.
Agosto, día 15:
Iniciamos la jornada con un pequeño percance. En nuestra habitación hay una extraña maquinaria que permite hacer uso del lavabo. Ésta une lavabo y bidé y, en teoría (no sabemos por qué), hay que desenchufarla por las noches. Así que, mientras Marta se lava las manos para ponerse las lentillas, el agua comienza a salir a chorros de la maquina. ¡Inundación! ¡Inundación! Un charco comienza a extenderse por la habitación. Desenchufamos la máquina y marcho, sigiloso, al baño a por papel higiénico. Con éste y unos periódicos, conseguimos secarlo. ¡Madre! La que habíamos armado...
Tomamos el metro y marchamos a las afueras de Lisboa. Allá se encuentra el Museo del Teatro, que no salía ni en nuestra guía. La verdad es que tampoco la utilizábamos para mucho y, cuando íbamos a echar mano de ella, apenas nos solucionaba nada. Pero, a lo que iba. Marchamos al Museo del Teatro y salimos encantados, pues es pequeñico y una auténtica cucadica. ¡Y la tienda! Lo de la tienda no tiene nombre... allí enloquecemos y nos llevamos de todo.
A Belem se llega en tren. Recorremos mínimamente el barrio y vamos hasta la famosa torre que Marta pintó cuando era pequeña. Esa es la razón de mayor peso para ir hasta ese enclave de la ciudad un poco más alejado. El jazz suena de fondo. El Sol cae con fuerza sobre nuestras cabezas y acentúa las sombras de la Torre de Belem. Es hora de volver a nuestros aposentos a descansar un poco.
Volvemos a terminar la jornada agotados. El Sol, las caminatas, el calor, nos dejan exhaustos. En estas condiciones, replantearnos el viaje a Sintra (no pueden, tal y como habíamos planeado, guardarnos las mochilas en la residencia), es menos apasionante. Pero, bueno, no nos dejamos vencer por las situaciones intempestivas y, enseguida, en nuestras mentes está solucionado. Tan sólo, habrá que madrugar más de lo esperado, así que nos echaremos a dormir pronto. Sintra nos espera; pero, eso será otro día.
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