Siempre se ha puesto el ejemplo de los objetos que, introducidos en el agua, aparecen como cortados o fragmentados ante nuestros ojos, para sustentar la teoría de que la vista nos engaña y, por tanto, si nos dejamos guiar por ella seremos incapaces de percibir la realidad. Efectivamente, si introducimos un lapicero en un vaso lo vemos partido en lugar de observarlo totalmente recto. Pero, no creo que esto sea un engaño visual, sino que se trata de un privilegio para nada casual.
¿De qué carajo estoy hablando? Cambiemos el punto de vista y empecemos desde cero. Tenemos que desnudarnos y meternos en un río, como el de Heráclito, sí ese en el que nos cuenta “sobre quienes se bañan en los mismos ríos afluyen aguas distintas y otras distintas”. Ay, pero esa es otra historia ¿o no? Una vez que estamos en él, con los pies bien fresquitos, cercioramos la partición de nuestros miembros, y maldita sea nuestra vista por engañarnos. Anda y, sin embargo, difícilmente nos habríamos percatado de la refracción si no hubiese sido por haber visto este extraño efecto.
La refracción existe siempre y cuando tengamos en cuenta que no estamos siendo engañados por nuestros ojos, sino que lo que estamos haciendo es experimentar en nuestras propias carnes las propiedades de la luz al penetrar en determinados cuerpos ¿No sería más erróneo que no nos percatásemos de este fenómeno natural? Si viésemos nuestros palos de lápiz móviles rectitos bajo el agua entonces sí que nos engañaría la vista, entonces sí que deberíamos preocuparnos por buscar la verdad, porque en ese momento nos bañaríamos siempre en las mismas aguas. Se pararía el agua de los ríos y se estancaría, al igual que nos paralizaríamos nosotros al no comprender que la fragmentación es diferente para cada uno de nosotros.
Me baño y me fragmento porque mi unidad no proviene de la dualidad ni de contrarios absolutos, sino que procede de unos contrarios que se relacionan constantemente para dar paso a una inmensa pluralidad que conforme la unidad. El relativismo es mágico, como la vista que fragmenta, como mis lápices móviles que dibujan a mi antojo dónde narices quiero echarme un bañito.
¿De qué carajo estoy hablando? Cambiemos el punto de vista y empecemos desde cero. Tenemos que desnudarnos y meternos en un río, como el de Heráclito, sí ese en el que nos cuenta “sobre quienes se bañan en los mismos ríos afluyen aguas distintas y otras distintas”. Ay, pero esa es otra historia ¿o no? Una vez que estamos en él, con los pies bien fresquitos, cercioramos la partición de nuestros miembros, y maldita sea nuestra vista por engañarnos. Anda y, sin embargo, difícilmente nos habríamos percatado de la refracción si no hubiese sido por haber visto este extraño efecto.
La refracción existe siempre y cuando tengamos en cuenta que no estamos siendo engañados por nuestros ojos, sino que lo que estamos haciendo es experimentar en nuestras propias carnes las propiedades de la luz al penetrar en determinados cuerpos ¿No sería más erróneo que no nos percatásemos de este fenómeno natural? Si viésemos nuestros palos de lápiz móviles rectitos bajo el agua entonces sí que nos engañaría la vista, entonces sí que deberíamos preocuparnos por buscar la verdad, porque en ese momento nos bañaríamos siempre en las mismas aguas. Se pararía el agua de los ríos y se estancaría, al igual que nos paralizaríamos nosotros al no comprender que la fragmentación es diferente para cada uno de nosotros.
Me baño y me fragmento porque mi unidad no proviene de la dualidad ni de contrarios absolutos, sino que procede de unos contrarios que se relacionan constantemente para dar paso a una inmensa pluralidad que conforme la unidad. El relativismo es mágico, como la vista que fragmenta, como mis lápices móviles que dibujan a mi antojo dónde narices quiero echarme un bañito.
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