Allá estaba, de pie, entre hierros fundidos, retorcidos, apelmazados, mirando en derredor. Las personas, sin piernas, sin caras, sin bazo, empezaban a levantarse y se dirigían lentamente hacia mí. Entonces, me abrazaron y sentí un cierto consuelo. Al principio, estaba aterrado; pero, a medida que transcurría el tiempo iba notando la sensación de alivio al saber que, de hecho, no estaba viajando en un tren que era el mío. Me encontraba seguro, me encontraba impertérrito, a pesar del accidente sucedido. Miré a mi alrededor, el tren descarrilado. No muy lejana, la carretera, una casa, una tinaja y un cubano exiliado por llevar bigote alisado. El arcén era ancho, así que no corría peligro de ser atropellado.
Como comenté, estaba leyendo a Henry y a Anaïs. Ya, en el bus de regreso, terminé su correspondencia. Su lectura, invitaba a reflexionar. Al bajar del autocar, al caminar, empecé a comprenderlo: a mí me sucedería lo mismo. No, ya estaba seguro, ya era un ser etéreo, sin carne, sin huesos. Tan sólo una imagen, un recuerdo permanente, un ser que había visto cómo las manos, primero, y el resto del cuerpo, después, había ido desapareciendo. Quizás era lo que faltaba, asumirlo, saber que como un humo sin color, como esa estrella que desaparece al salir el Sol, nunca más volvería a existir. Allí comprendí que, como Henry y Anaïs, nunca volveríamos a vernos, que por diferentes razones no podríamos volver a encontrarnos. Quizás, seguiremos así, perteneciendo a una memoria que con el tiempo nos ira distorsionando, nos irá modelando a nuestro antojo para mantener viva la mejor imagen posible del otro. Fantasmas que nunca quisieron desaparecer, pero que el tiempo les llevó a ese Limbo ya inexistente.
En la última carta incluida, Anaïs escribe: “Para dejárselos leer a Maxwell Geismar tuve que reabrir los Diarios. El Henry que emergió de ellos es maravilloso, y el retrato es tan estable que oculta la última fase sombría de nuestra relación, de nuestra desintegración […] Por fin te veo claramente, sin distorsiones, y eso me hace escribirte por vez primera sin la afectación debida al temple de la visión personal. Probablemente si entonces hubiera tenido el sentido del humor que tengo hoy y tú las cualidades que hoy tienes, nada se habría deshecho”. Que pena que se diese cuenta tan tarde ¿no?
Los hierros se entremezclaban con la gente, con personas que, a pesar del peso que soportaban, habían decidido seguir caminando a mi lado. Me ofrecían de todo, y yo de nada quería. Al revés, sentía que aún no habían comprendido que, aunque yo era el afectado, había salido casi ileso del desmoronamiento. Sí, había sido un terrible accidente, pero me aferré a los asientos para salir casi intacto. Rasguños, dolor de un partido brazo, sabía que cesarían al rato. Lo único que dolía era saber que mi tren, una vez más, vendrá de nuevo con retraso.
La lluvia en los cristales me recuerda al estucado de las paredes. Aún así, prefiero la lluvia, pues deja ver más allá. La pared cierra, oculta y, al frotarla, desgarra. Las gotas, quizás distorsionen, pero dejan ver, Y si las tocas, no rasgan, refrescan y, además, llegarán al suelo para dar vida. Si las lágrimas fueran como la lluvia, ahora mismito me echaría a llorar y regaría al mundo entero para darle más vida, incluso aunque yo me ahogase en el continuado llanto de Sol y de Luna.
Me desnudo y camino por la calle aireando mis cojones. La gente se extraña y me mira, no sé si por asco, por escándalo o porque les gusta vérmelos colgando. Algunos/as sonríen y me dan la mano; otros/as, me llamarán mal educado, grosero, incluso hijo bastardo de la parturienta del carrito de helados. A unos y a otros les agito la mano, les sonrío, y con una mueca satisfacción les digo a grito pelado: “Buenos días, paisanos”.
Caminaba por la calle y se me han acercado dos tipos de esos que visten de negro y blanco y, en su pecho, en el lado izquierdo, una placa aludiendo a Jesucristo. Estaba de humor así que ante su llamada me he parado:
–“¿Qué escuchas?”
–“¿Yo? ¡Ah!, un grupo argentino” [se trataba de Karamelo Santo].
–“¿Eres argentino?”
-“No, que va, yo nací aquí”
-“Nosotros somos de Estados Unidos. Yo soy ¿? Y él ¿? 2, el regreso”
-“Yo soy Christian. Encantado”
Así que nos damos la mano, nos seguimos mirando: el apuntito de seguir hablando; yo, esperando su comienzo de enajenación
-“Mira, nosotros creemos en Dios… ¿Tú eres creyente?”
-“Sí, pero yo soy politeísta convencido”
-“Perdona. No te he entendido”
-“Pues que tengo muchos dioses…”
-“Ah, polideisda” Y mira al otro para cerciorarse de que se entera de algo.
-“Has dicho convencido… ¿Quién te convenció?”
-“Yo mismo” Y, al decir esto, me sentí tan a gusto… Sí, yo mismo, yo solito, sin que nadie me tuviese que guiar por ningún camino espiritual. Sí, condicionado por mis lecturas, las películas visionadas, por el mismísimo día a día; pero, no guiado, no convencido por ningún discurso vacío de perfección, Verdad eterna, ni salvación.
-“Pues nosotros estamos llevando el amor de Dios. ¿Sabes que Dios ama?”
-“Bueno, me parece muy bien que haya gente a la que Dios ama; pero, también que haya gente a la que no, y yo estoy entre esos. Así que, la verdad, no me interesa ese amor que me vais a proponer. De todas maneras, ha sido un placer conoceros. Espero que os vaya muy bien…”
-“Gracias, igualmente”
Nos damos la mano y, poco a poco, nos vamos alejando. Vuelvo a escuchar Karamelo Santo y decido que hoy seré argentino. Que pena no haber estado en Potes, y que alegría que Vir se acordase de mí ese día…
Gracias, quilla
1 comentario:
a tí
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