Me encontré a un amigo. Me empezó a contar cosicas de su vida. Tenía una fiesta en su casa a la que iba a acudir un montón de gente de nuestro antiguo instituto. Había comprado y cambiado un porroncillo de cosas. Había hecho un "lavado de cara" y, entre otras cosas, había cambiado elementos que podían haber permanecido donde estaban, porque, aunque no eran bonitos tenían su función. Había comprado también cosas innecesarias y, además, había comprado un montón de comida y bebida para invitar a todos/as los/as invitados/as, algo que no estaba establecido como acto primordial. Resultaba que las cosas cambiadas no eran de su agrado. Resultaba que, con sus comensales, quería quedar la rehostia de bien.
- "¿Me puedes dejar dinero?"
- "Sí, claro, pero... ¿no te acababa de tocar un premio hace menos de un mes?"
- "Sí, pero me lo he gastado y, ahora, debo dinero al banco"
- "Ah, bueno" Vamos al banco más cercano. -" Toma, quillo; pero, una pregunta: todo aquello superficial que has cambiado y lo de invitar a todo el mundo... ¿no te lo podías haber ahorrado?"
- "Sí, claro, pero si viene gente a casa, quedo mejor y parezco más guay. Hay que dar buena imagen"
Me alejé pensando que carajo le había pasado a este quillo. Él, obrero de toda la vida, de esa clase media (incluso baja), a la que no hemos dejado de pertenecer. Bajé la cabeza, la tristeza afloró en mi rostro. Ah, ya sé, la maldita ostentación. Que pronto se acabó la humildad y que pronto se ha olvidado de lo que somos.
"Hay que dar buena imagen..." Pues conmigo ya la has perdido, pensé.
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