martes, 18 de diciembre de 2007

De nuevo a Madrid

El Sábado lo iniciaba con ganas. La nuit me proponía hacer algo distinto: marchuqui por “los Madriles”. El autobús, a las 20.15. Mala hora, la verdad. Tocaba salir antes de la labora, llamar a un taxi y esperar con los nervios de ver que, poco a poco, el tiempo se va echando encima y que el automóvil blanco de la luz anaranjada no aparece ni a lo lejos. Diez minutos de espera: ocho y tres en mi reloj. Veo una luz verde en movimiento. “Que le den” Paro el taxi y le digo apresurado: - “Tiene que llevarme en quince minutos a la estación de autobuses”. – “Imposible. Hay mucho tráfico y la Plaza de la Ciudadanía está con atasco. Si quiere podemos probar por Bretón… Pero, en quince minutos no llegamos”. El móvil en la mano y me veo llamando a Javi para decirle que no lego y que, si hay suerte, cogeré el de las 21.15. Nerviosismo, los dígitos que no paran de avanzar, semáforos en rojo… Y llegamos a las ocho y veinte. Corro, corro como si me persiguiese un leopardo. No sé ni en qué puta dársena está el bus, pero corro y pregunto. Lo veo a lo lejos, no ha salido. La lengua fuera, el corazón a mil por hora, la sonrisa en mi rostro. “¡Lo he conseguido!”

En cuatro horas me planto en Madrid. La casualidad es tan inesperada como maravillosa. El encuentro, tan frío como breve. Mucha gente, una mesa como barrera física y visual, una distancia insalvable que nos alejaba un poco más. Es una pena no haber podido saludarte como merecías, con un caluroso beso, con un cercano abrazo, con la sonrisa de volver a vernos después de tanto tiempo. Así que, Helene, desde acá vuelvo a saludarte y lo hago con la pena de no haber podido compartir, al menos, unos minutillos de mi estancia en la capital con vos.

Los besos, bajo el frío invierno. Los/as becarios/as de la Casa de Velázquez no están por la labor de salir, y mucho menos por Malasaña. Despedida rápida y caminamos, Javi y yo, en dirección a la Vía Láctea. Pero veo la pintada: Nueva Visión. Y recuerdo la vez que estuve en su interior hace muchos años; sí, aquella ocasión en que me metí en la barra a pinchar con el dueño y brindar afanosamente por los Ramones. Nos introducimos a ritmo de rock’n’roll. Los carteles, los mismos que antaño, aunque quizás más envejecidos por el paso de los años y el incesante humo que, fin de semana, tras fin de semana, debe llenar el espacio.

Una hora de fila para entrar en La Ofrenda. Allí, en la cola, justo detrás nuestro, dos quillos y una quillita. Yo creía que se conocían, pero el del gorro de lana iba solo. Por fin, dentro. La mochila, debajo de una banqueta. El aseo, en la otra punta, y una sola taza para toda la gente de ese tugurio. ¿Y hemos pagado para entrar aquí? La música, no está nada mal, eso sí, razón por la cual, Javi y yo nos dedicamos al baile desenfrenado. Javi se marcha al baño, minutos de espera que debieran haberse hecho muy largos… Pero, no. Doy media vuelta y digo con risas y un cierto descaro: “quilla, vamos a darnos palique mientras esperamos y así no nos aburrimos” Así que nos ponemos a hablar. Primero, llega Yerba, que también marchó al baño; después, el gran Javi, y ya somos cuatro.

Apenas un rato, y ya somos siete. Primero en la fila, ahora en el antro. Dos se conocían. Tanto él como ella, naturales de Vigo; el tercero, aquel del gorro de lana, el más reservado. Hablamos, bailamos, reímos y disfrutamos lo que queda de noche juntos. Cierran el bar y emprendemos, sin disolver la recién formada comunidad, la afanosa búsqueda de un after. El “beduino” (en realidad Binomio), es nuestro destino. Mil vueltas y lo encontramos; mas, en su interior, nos dicen, no hay música, tan solo borrachos, y algunos pasados… ¡Buf! Mal rollito coleguita. Quizás, lo mejor sea marchar a dormir, que hace frío y ya es hora. Besos y buenos deseos en los pasillos del metro. Al rato, nos separan las vías y, sentados, vemos como los cinco se van alejando con pausado ritmo y paso cansado.

Comemos muy tarde, cuando llega Toño. Al rato, acude Greta y su imperiosa fuerza de divinidad griega. Catálogo en mano, somos críticos, muy críticos, a pesar de todos aquellos prestigiosos jurados. Funciones burlonas, bufonadas varias, sobremesa intensa que va a la deriva. Pues nada, a Blade Runner y así pasamos la tarde.

La cena, copiosa. De nuevo, con Greta. Las burlas, de noche, ya no hacen presencia. Greta se asombra y dice que es una pena. Me increpa y me pide que luche, que vaya y que luche. Y no lo comprende, no entiende que algo no muerto esté tan quebrado. Entonces yo niego, pues no está en mi mano, y más si mi sola presencia hará tanto daño. Si de mí dependiera… cruzaría los siete mares y me enfrentaría al mismísimo Zeus. Pero, ¡ay! mi querida Greta, si ya no soy corpóreo, ni tengo voz, ni tengo rostro… quizás, y es lo que temo, quizás para siempre.

Echarse a las tres tiene como consecuencia el levantarse tarde y no poder asistir de visita al Prado. Javi, con remordimientos, tiene que pintar algo. Así que me siento y él, pincel en mano, inicia el retrato. En menos de dos horas, éste es el resultado; si bien, la foto es mediocre, pues no hace justicia ni a los colores, ni a la densidad, ni a la nitidez del cuadro. Y es que, al disparar la cámara, la luz escasa de mi cuarto hace que el flash sea necesario.


La comida me depara una nueva sorpresa: la aparición de Carlos. Lo malo es que es tarde y debo marcharme. Me da pena no tener más tiempo. Estrecho su mano: “Espero que la próxima vez nos veamos más rato”. Cierro la puerta y pienso que, igual, no volvemos a encontrarnos. Espero equivocarme y que, sea en Madrid sea en Zaragoza, tu presencia y la mía compartan espacio.

El viaje llega a su fin. La ventana me ofrece una visión nocturna de la carretera. Ante mis ojos cae lo que parecen copos de nieve que, iluminados por los faros de los coches, flotan dulcemente en el gélido aire. Recuerdo un suceso, una bonita anécdota que sin duda, en unas breves líneas, reflejaré en la bitácora. Y, de nuevo, me viene esa extraña sensación de que, con un viaje físico, geográfico, he iniciado otro viaje, mucho más intenso, al interior de mi ser. Una lágrima cae, silenciosa, resbalando por mi mejilla y, sin embargo, una sonrisa aflora en mi rostro. Mi reflejo se fusiona con las luces rojas de los molinos de viento y, como si de un pájaro me tratara, choco con las hélices en movimiento de una de aquellas inmensas máquinas. He envejecido tanto en tan solo un año… no, no soy como Dorian Gray y su retrato. De espaldas al suelo, me elevo y la tierra humedecida comienza a envolver mi cuerpo. Los ojos cerrados, pero siento su aroma, su textura, su frescor de arena removida. Los brazos, colgando, y yo, sonriendo...

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