Cada segundo que pasaba, el Universo de este director se me hacía más placentero, me llamaba con más y más insistencia. Comprada la entrada de Pirineos Sur, allá, en el banco, recién se sentaban. Un saludo, quizás demasiado breve, me acercaba más y más a mi destino cinematográfico. Gustoso habría permanecido más tiempo; pero, hay momentos en que es mejor, aunque no se quiera, seguir caminando. Sé que pararé, que descansaré a la sombra del árbol, que podré disfrutar sentado en la piedra grisácea, ahí, sita en el campo. Mas aún es difícil, aún queda poder disfrutar del vuelo del ave, que, aunque lejano, produce hermosos sonidos mezclados al canto.
La cena, rápida. Bergman me espera y son ya las doce pasadas. Sonata de Otoño se proyecta ante mis atentos ojos. La primera escena, me recuerda a Vermeer y quedo atrapado en su composición y su luz diáfana. Nada hace presagiar la intensidad que ofertará luego el film; bueno, quizás sí: la oscuridad en la que el pastor se dirige al espectador. La carta anuncia un esperado reencuentro entre madre e hija, y lo hace con ternura, cariño, con la ilusión que aporta el tiempo. Sin embargo, a medida que avanza el film, la ternura se convierte en ataque, el cariño en odio, la ilusión en venganza.
Con una fotografía impresionante (el “primer plano” de la hija detrás de la madre, ocupando sus dos rostros la totalidad de la pantalla es brutal), se establece un diálogo, un auténtico duelo, en que el pasado renace con todas sus fuerzas para arrastrar ferozmente los sentimientos guardados. Y así, Bergman nos conduce a una inconmensurable tensión quedamente apaciguada por su harmoniosa composición y su acertada cadencia narrativa. Al final, la redención, sobre un fondo blanco purificador.
Buenas noches
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